SEAMOS ARBOLES FRUCTIFEROS

 
Nos acercamos a la Semana Santa, época de recogimiento y agradecimiento a Nuestro Salvador.
Para los Judíos que caminaron con Jesús durante su última semana como hombre entre nosotros, El Salvador (o Mesías) representaba la llegada del liberador de los israelitas del yugo romano. Cuando Jesús entró por última vez en Jerusalén para celebrar la Pascua, los hosannas y las manifestaciones de adoración fueron evidentes y entusiastas. A simple vista, eso pudo haber parecido un triunfo impresionante.
 
Pero Jesús sabía que tales manifestaciones externas no indican necesariamente un consenso general, firme o incluso auténtico, desde el corazón. De hecho, se estaba dirigiendo al templo, donde los cambistas, mercaderes y fariseos eran muestra de esa realidad. Más aún, nuestro Salvador había llorado mientras se acercaba a la ciudad, porque el pueblo no conoció el tiempo en que Dios vino a salvarle (Lucas 19:44 NVI), o la manera de evitar lo que ahora era el juicio ineludible.
 
"Te derribarán a ti y a tus hijos dentro de tus murallas.
No dejarán ni una piedra sobre otra,
porque no reconociste el tiempo en que Dios vino a salvarte".
(Lucas 19:44 NVI)
 
Los escritores del evangelio insertaron una curiosa anécdota. Jesus tenía hambre y se aproximó a una higuera distante de hermoso follaje a ver si hallaba algún fruto. Marcos 11:13-14 nos dice que “solo encontró hojas, porque no era tiempo de higos”. Entonces le dijo: “¡Nadie vuelva jamás a comer fruto de ti!”
 
¿Por qué Jesús, el Creador de las higueras, maldijo a una de ellas por no tener fruto?
 
La pregunta parece desconcertante, salvo para quienes estaban familiarizados con las cosechas de frutas del Oriente Medio, quienes se darían cuenta de que unas pequeñas protuberancias comestibles, o "taqsh" en árabe, aparecen con las hojas y se caen antes de que se desarrolle la fruta real. Por lo tanto, era evidente para nuestro Señor que, a pesar de su bello follaje, era un árbol estéril e inútil.
 
Marcos añade luego un detalle importante: “Y lo oyeron sus discípulos” (v. 14). La maldición de la higuera por parte de Jesús no fue un arrebato caprichoso o de disgusto, como algunos suponen. Fue una demostración perfecta en cuanto al fruto que nace de la fe genuina, en contraste con la religiosidad vacía que acababan de presenciar en el templo.
 
Esta fue una enseñanza crucial para los discípulos del primer siglo, así como lo es para nosotros. Nuestras obras importan mucho a Dios, siempre y cuando vengan de un corazón sincero, y solo cuando es fruto del Espíritu que se produce si permanecemos en la vid, que es Jesucristo mismo (Gálatas 5:22-23; Juan 15:5).
 
No importa cuán impresionantes puedan ser las obras que hagamos, si se hacen solo mediante el esfuerzo humano y para nuestra gloria y beneficio, carecen de valor a los ojos de nuestro Padre celestial.
 
"su obra se mostrará tal cual es, pues el día del juicio la dejará al descubierto. El fuego la dará a conocer, y pondrá a prueba la calidad del trabajo de cada uno. Si lo que alguien ha construido permanece, recibirá su recompensa, pero si su obra es consumida por las llamas, él sufrirá pérdida. (1 Coríntios 3:13-15 NVI)
 
¿Qué pasaría si el Señor nos examinara?
 
¿Hallaría algo nutritivo?
 
¿O encontraría un impresionante exhibición de hojas que resulta ser apenas una hermosa apariencia?

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